miércoles, 1 de noviembre de 2023

El fantasma Agritos

En una pequeña casa en el bosque, cerca del río de la Media Luna y de la cascada del Ahívoy, vivía un fantasma llamado Agritos. A diferencia de los fantasmas aterradores de las historias de miedo, Agritos era un espectro muy peculiar, podría decirse que, incluso, simpático, aunque estaba cansado de vivir solo, a pesar de que tenía la compañía de un gato pardo que maullaba a la luna llena y de una ardilla a la que le encantaban las nueces silvestres y el té. 

Eso sí, de tanto en tanto, su casa se convertía en el refugio de excursionistas que se detenían a comer algo, protegerse de una lluvia repentina y cosas así. Aquello suponía una alegría para nuestro amiguito porque, aunque solo fuera en las noches de luna llena, lejos de asustar, le encantaba hacer cosquillas en los pies de los durmientes. También hacía bromas traviesas como esconder los calcetines o hacer que las sillas se movieran solas. 

La casa desde fuera ya parecía de cuento. Lo curioso es que estaba sobre el río que discurría manso entre la hilera de árboles, siendo, la casa en sí, un árbol, pero con su chimenea de piedra, sus ventanitas y su puerta.


Agritos le gustaba prepararse un té por la mañana antes de empezar a dar órdenes a la escoba para que barriera y a los plumeros para que quitasen el polvo. Estaba muy pendiente de que su casita estuviera siempre limpia y dispuesta para recibir visitantes. Le encantaba tener organizada la vajilla en los estantes y que hubiera leña cortada en el leñero. Cada poco tiempo hacía que las cacerolas, sartenes y demás enseres, enfilarán el camino para zambullirse en el río y quedaran la mar de relucientes. 

Los niños del pueblo esperaban como agua de mayo la llegada de la luna llena porque les gustaba pasar la noche en la casita y se reían a carcajadas con las bromas de Agritos. Él los esperaba mirando por la ventana y estaba tan nervioso o más que los niños que, sin miedo alguno, pernoctaban ahí con permiso de sus padres, tranquilos porque Agritos solo cuidaría de ellos.

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Y llegó la noche más mágica de todas, que no era la de san Juan, sino la de los trucos y los tratos, la de los disfraces y los dulces. Entonces, se montaba una gran fiesta en honor a Agritos, quien decoraba la casa con toda clase de artilugios para que pareciera encantada de verdad, aunque el encantado era él.

Los niños traían sus calabazas y la más bonita, la más grande, la llevaban en una carretilla para Agritos. Él se volvía loco de contento, y la plantaba en medio del camino para asustar a los foráneos.  Los niños se escondían entre la maleza y se morían de la risa cuando el fantasmita empezaba a hacer ruidos raros. El gato pardo se tiraba boca arriba, pataleando, y la ardilla tiraba las nueces que por la mañana iba a recoger para comérselas.


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Poco antes de ponerse el sol, llegó un niño que vivía en el pueblo desde hacia poco. Se llamaba Leo. Era algo tímido y todavía no había hecho muchos amigos, pero se acercó invitado por los otros niños. Le entusiasmaban las historias de terror y no se asustaba con cualquier cosa, así que cuando entró en la casa y no vio a nadie, nada más que a las calabazas encendidas, empezó a ulular como lo hacen los fantasmas: «¡Uuuhhhh1». Entonces, Agritos, salió por detrás de él y exclamó, pegado a su oreja, «¡Bu!».
Leo, lejos de asustarse, se giró de repente e hizo el mismo sonido pero más fuerte: «¡Buuuuhhhh!». Agritos se estampó contra la pared, atravesándola, para tener que volver a entrar por el mismo sitio. Los demás niños salieron de sus escondites entre sorprendidos y divertidos. Agritos dio varias vueltas alrededor de Leo, escudriñándolo muy detenidamente.

—¿Me has querido dar un susto? —le preguntó.
—No solo he querido, es que te lo he dado.
—¿Y tú no te asustas? —le inquirió uno de los niños.
—¡Claro que sí!, pero me habéis hablado tanto de Agritos que lo considero mi amigo. Además, lo he visto tantas noches pasar en bici bajo mi ventana.
—¡Es que Agritos es genial!
—¿En serio me has visto? —Agritos estaba muy sorprendido por aquellas capacidades espirituales Leo. Sabía, desde ese momento, que entre ellos iba a nacer una amistad muy especial.

Más alegres que unas castañuelas, se tomaron de las manos y formaron un círculo alrededor del pequeño gran fantasma que, divertido y feliz les seguía el ritmo. Más tarde, cuando el impulso del momento se pasó, Agritos convidó a sus amigos a sentarse al lado de la chimenea para escuchar, hasta que el sueño venciera, mil y una historias de misterios y terror, algunas incluso divertidas porque Agritos había sido y era un estupendo actor cómico.

De Stephanie Kimball

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