Nadie en el distrito de Swindlethorpe podía explicar cómo la pequeña rana verde terminó posada en lo alto del campanario de San Bartolomé, ni por qué parecía cantar suavemente al anochecer, como un niño que ha aprendido el secreto de las estrellas.
Los más supersticiosos decían que era un mal presagio, que toda rana que desafiaba la gravedad venía de un pacto olvidado con el viento, por no decir con el diablo. Otros, más poéticos, murmuraban que se trataba del espíritu de un muchacho soñador reencarnado con alas que no se ven.
Pero la verdad —si es que tal cosa existe— fue narrada por el viejo relojero Pennymore, que decía haberla criado en un dedal de porcelana y enseñado a leer versos de Blake antes de que la rana aprendiera a volar. Aseguraba que no saltaba, sino que despegaba, con un leve “plop” que sonaba más a libertad que a físico.
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Volaba solo por encima de los tejados, entre chimeneas y cornisas, buscando... nadie sabía qué. Pero cada vez que desaparecía, volvía a la torre, justo al dar la medianoche, con una hoja distinta en la boca. «Recoge cartas perdidas del viento»”, decía Pennymore, «alguien debe encargarse de los suspiros que no llegaron a destino».
Y así, en los anales no escritos de Swindlethorpe, se recuerda que, por una temporada incierta y mágica, el mensajero del cielo no fue un ángel, sino una rana de ojos sabios y vuelos breves.
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