Esta vez no sería así. En lugar del diente, deslizó bajo la almohada una nota escrita con lápiz tembloroso y deseo firme:
«Querido ratoncito, no quiero dinero. Quiero ser un duende».
A medianoche, una brisa con olor a menta y madera vieja le hizo cosquillas en la nariz. Abrió los ojos y allí estaba: un ratón de ojos cansados, con el lomo cubierto de tiempo y una capa cosida con pétalos secos.
—Soy Pérez —dijo, bostezando—. Pero ya no quiero más dientes. Mi corazón late por el fuego. Quiero ser dragón —apuntilló con sentimiento.
Mateo sonrió.
—Y yo no quiero crecer sin magia. Quiero tener orejas puntiagudas, hablar con los caracoles y desaparecer en la niebla. Estoy cansado de ser niño. Siempre es lo mismo. ¡Es un aburrimiento de vida!
Se miraron largo rato, como quien reconoce algo olvidado.
—Entonces —dijo el ratón— soñemos, porque yo también estoy cansado de ser un ratón carga dientes. ¡Ya no sé qué hacer con ellos!
Y los pétalos secos de su abrigo se volvieron hojas verdes, moteadas de rocío violeta y sombras de mariposas. Sus ojos brillaron con intensidad, con el reflejo de un sol naciente sobre el horizonte.
Y se pusieron a soñar en voz susurrada. Crearon un mundo único e idearon mil aventuras, a cada cual más increíble, apasionada y divertida. Hasta imaginaron ser héroes que vencían a seres oscuros y monstruosos con armas de luz y fantasía, armados de mágicas armas e impenetrables escudos.
Incluso, de tanto imaginar, llegaron a cansarse y tuvieron que descansar bajo la sombra de la luna, la cual, de tan fuerte que soñaron los dos amigos, parpadeó.
Y cuando el alba asomó, el ratón ya no era ratón, y el niño ya no era niño. Pero nadie lo sabría.
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| Imagen: Pinterest |
Dicen que, a veces, en los rincones donde nadie mira, se escucha una risa diminuta entre las hojas… y una llamarada azul cruzando el viento. ¿Será que los sueños se hacen realidad?

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