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Los picos parecían rozar el cielo. Las mañanas, cubiertas de un denso rocío, olían a eternidad. Pico y Pala, dos amigos aventureros, escalaban hacia la cumbre en busca de la realidad de sus sueños. Sus mochilas, tejidas con hojas y cosidas con hilos de estrellas, llevaban suficientes provisiones, pero, sobre todo, iban cargadas de mucha valentía. Saltaban de roca en roca, dejando tras de sí risas y canciones que el viento guardaba como secretos.
Montaña arriba, la travesía estaba marcada por grandes riesgos, peligros y complicaciones. Sin embargo, ellos estaban dispuestos a atravesar todo lo que se interpusiera entre ellos y la cima; descubrieron senderos ocultos donde la luz danzaba con la bruma, y el aire susurraba memorias olvidadas. La luna, hechicera, les acunaba en las cortas noches y apartaba el gélido arrullo del viento que blandía espadas de cristal.
Cuando al fin alcanzaron la cumbre, levantaron juntos sus pequeñas patas hacia el sol naciente. Panza arriba, contaron las nubes en un cielo inmensamente azul. Allí, en ese instante suspendido, comprendieron que no importa el tamaño del viajero, sino la grandeza del corazón que impulsa cada paso. Y en esa cima luminosa, sus almas tocaron el infinito, porque ya no había vuelta atrás.
