El susurro del viento mecía las hojas suavemente. La noche era tibia y perfumada de primavera. La luna, infinita en su blancura, permanecía acurrucada en el cielo oscuro. Observaba su reflejo en el lago, que brillaba con la premura de un secreto apenas revelado. Acariciaba las montañas e iluminaba la vida que parecía dormir. Aún así, aquel mágico brillo preservaba un sentimiento de extraña soledad.
Envuelta en él, bajó del cielo para descansar sobre el lago. Su luz plateada flotaba en las aguas, y un murciélago, curioso y audaz, la observaba desde una rama. Jamás la había visto tan cerca. Movido por un impulso más profundo que la curiosidad, voló hacia ella.
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A medida que se acercaba, la negrura de sus alas se teñía de un azul argénteo. Y cuando rozó la superficie del lago y sus alas se mojaron con el frescor de sus aguas, ocurrió algo inesperado. El ruido de la noche desapareció de pronto, incluso el aleteo de sus alas, y un sonido diferente, desconocido, como el canto lejano de una sirena de mar o el suspiro de las alas dejándose llevar por las corrientes; o como el silbido más profundo de un silencio roto por los rayos de sol, latió dentro de su pecho. Era la voz de la luna: mágica, celestial, etérea, única.
El murciélago comprendió todo cuanto le musitaba —los secretos nocturnos, los sueños suplicados, las esperanzas y los deseos— y entendió cuán sola se sentía a veces la luna que iluminaba sus vuelos.
—Te acompañaré, si me lo permites, cada noche —le prometió en un susurro—. Junto a mí volará mi colonia, desde el atardecer hasta que te venzas sobre el horizonte. No solo deseo romper tu soledad sino, también, agradecer tu luz.
La luna se tornó azulada, dibujando una sonrisa perceptible solo en el sentimiento puro de comprensión y alegría, de agradecimiento y bondad. Desde ese momento, la luna brillaba salpicada de sombras y aleteos que la abrazan.
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