El Filandón del Bosque

En las noches frías de invierno, cuando la oscuridad envolvía el Bosque Imaginado, el filandón cobraba vida. La comunidad se reunía alrededor de la chimenea de la Taberna del Bosque, buscando calor y compañía en medio de la gélida noche.

Sentados en círculo, con las llamas danzantes iluminando sus rostros, comenzaba el ritual ancestral. Era el momento de las historias, de las crónicas que se tejían con las palabras y se entrelazaban con el humo que se elevaba hacia el cielo estrellado.

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El cronista, un anciano sabio con arrugas profundas y mirada vivaz, tomaba la palabra. Con voz pausada y serena, comenzaba a relatar las historias que habían sido transmitidas de generación en generación. Hablaba de héroes legendarios, de batallas épicas y de amores imposibles. Sus palabras resonaban en el silencio de la noche, transportando a los presentes a mundos lejanos y tiempos olvidados.

Pero el filandón no era solo un momento para escuchar, sino también para compartir. Uno a uno, los miembros de la comunidad tomaban la palabra, compartiendo sus propias vivencias, sus alegrías y sus penas. Cada relato era como un pequeño fragmento de la historia de la aldea, un tesoro que se guardaba en el corazón de quienes lo escuchaban.

Y así, entre risas y suspiros, el filandón continuaba hasta altas horas de la noche. Las llamas seguían crepitando, alimentadas por la madera que ardía en la chimenea, y las historias fluían como el agua de un arroyo en primavera. Era un momento de conexión, de comunidad, de celebración de la vida y de la memoria colectiva. 

Cuando el último relato había sido contado y las brasas se extinguían lentamente, la comunidad se dispersaba, llevando consigo el calor de la amistad y el espíritu del filandón. Y así, noche tras noche, el ciclo se repetía, manteniendo viva la llama de la tradición y la hermandad en los corazones de aquellos que se reunían alrededor del fuego.